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"Lotería de Navidad: ¿Celebración o adicción? Un examen de la tradición nacional"

Nadie recordará ya la cruzada del infortunado ministro Alberto Garzón contra los juegos de azar. Lo que prometía ser un ataque decidido del Estado contra la iniquidad de las casas de apuestas —especialmente en lo que respecta al fomento de la ludopatía entre los menores— se diluyó en la intrascendencia de un decreto que abordaba aspectos ya contemplados en la legislación de 2011. Es fácil pasar por alto que hubo un tiempo en que el Gobierno intentó hacer frente a quienes se enriquecen a costa de los más desfavorecidos. ¿Cómo podemos prestar atención a estas preocupaciones cuando los niños de San Ildefonso —quienes, al ser menores, disfrutan de una protección legal especial contra los juegos de azar y deberían tener prohibida la participación en sorteos de lotería— están entonando los quintos, los cuartos, las pedreas y el Gordo?

Como cada 22 de diciembre, el Estado y casi toda la sociedad española se desdice de sus buenos propósitos y se apelotona en torno a los bombos y las administraciones de apuestas para celebrar la ludopatía nacional. Pobre ministro Garzón, no tenía nada que hacer en su batalla. No sé ni por qué se molestó en emprenderla. ¿Con qué armas iba a ganarla, si en España el principal empresario de juegos de azar es el Estado? Casi la mitad del negocio es público (el 48% del gasto en apuestas en 2023, según el anuario de la patronal del sector, fue en loterías, quinielas y cupones de la ONCE; no será muy distinto en 2024). ¿Qué política de prevención puede emprender un Estado que con una mano te disuade de ir al bingo, pero con la otra te vende décimos de Doña Manolita?

El sorteo de Navidad está tan marcado en el tuétano de la hispanidad que ni los nacionalistas catalanes más hispanófobos han querido renunciar a él y se han inventado su versión del Gordo en femenino, la Grossa, que se festeja en fin de año. Y eso que la lotería fue una innovación borbónica que vino con los decretos de Nueva Planta. Se puede renunciar a casi todos los atributos de lo español, pero no al espectáculo de la lotería. Supongo que la única prueba de que España no se rompe es este aquelarre de friquis con pelucones y cavas descorchados a media mañana que vertebra y colorea el único género televisivo genuinamente ibérico: la retransmisión del sorteo, que solo se puede narrar con entrega, sin una pizca de ironía y con devoción solemne. Amén.